viernes, 18 de noviembre de 2011

Cuando los europeos destruyeron el modelo de desarrollo rural africano

¿Cómo puede ser que a pesar de las inversiones, de la ayuda al desarrollo, de las buenas producciones de materias primas, algunos países africanos se mantengan aferrados al subdesarrollo, como si se tratase de un callejón sin salida? La respuesta se puede abordar desde los ámbitos más diversos. Se podría hablar de la manipulación intencionada de las reglas del mercado, de la desigualdad de los intercambios, de la especulación con productos (alimentos) básicos…, y de muchas otras cosas. Sin embargo, hay una razón primigenia. Una especie de pecado original de la colonización económica, que casualmente coincide con el pecado original del subdesarrollo. Así lo explicó el profesor Antonio Santamaría en su sesión sobre “Desarrollo rural i agrícola” del Curs “Àfrica Sudsahariana. Especificitats culturals idesenvolupament”.

El hecho es que antes de la llegada de los colonizadores África no era un continente hambriento, básicamente porque a pesar de las condiciones climáticas y geológicas adversas, los agricultores africanos habían logrado diseñar un modelo de explotación eficiente y sostenible. Los siglos de conocimiento acumulado les habían llevado a construir el sistema de organización agrícola más adecuado que, por cierto, los europeos hicieron saltar por los aires. La principal diferencia, sustancia, radica en la concepción de esta actividad. Según Santamaría el modelo tradicional africano tiene como objetivo “minimizar los riesgos” y garantizar el sustento; mientras que el de los colonizadores lo que pretende es “maximizar el beneficio”. Es cierto, que el modelo autóctono no genera excedentes, pero asegura la supervivencia y, a la vista de las consecuencias, no se puede decir lo mismo del modelo impuesto por los europeos.
“Los africanos habían dado una respuesta a ese medio hostil”, aseguró el profesor. El esquema de esta respuesta es básico pero práctico y, sobre todo, es multifactorial. Por un lado, el bosque que ofrece entre muchas otras funciones (culturales, rituales y religiosas) recursos diversos tanto de material de construcción como de alimentos a través de la recolección de los comestibles más variados. Por otro lado, las zonas montañosas que suponen una otro ámbito de biodiversidad, es decir, una “oferta” diferente de productos aprovechables. Los ríos son un canal de comunicación y una fuente de agua para actividades múltiples, pero también un lugar en el que pescar y cazar y un entorno para cultivar productos como el arroz y para el crecimiento, por ejemplo, de árboles frutales. Las zonas húmedas de los cursos fluviales suponen un lugar adecuado para el pasto y por tanto para la ganadería. En el centro del esquema se sitúan las aldeas y muy próximos a ellas los huertos de los que se extraen las hortalizas y los campos en los que se cultivan, por ejemplo cereales.
“Es un sistema equilibrado que ha durado miles de años y que permite minimizar los riesgos”, según la explicación de Santamaría. Cuando las condiciones climáticas no son adecuadas para el cultivo queda el recurso de la recolección en la gran despensa del bosque, por ejemplo.
Sin embargo, “la colonización introdujo un nuevo sistema de explotación de la tierra basado en la producción intensiva de productos destinados a la exportación, cuyo objetivo es maximizar los beneficios”, anunció el profesor. Las explotaciones intensivas requieren condiciones distintas a las existentes y conducen, por ejemplo, a la tala de bosques. El trabajo en estas explotaciones también impone cambios que se traducen en el desplazamiento de la población y en la disgregación de las familias, sin ir más lejos, para que los hombres puedan ir a trabajar.
“Lo más grave de estas modificaciones”, según Santamaría, “es que se destruye el sistema de subsistencia y se incrementan los riesgos”. La dependencia de un solo producto de plantación extensiva debilita la capacidad de adaptación y la garantía de éxito. Resulta curioso, pero una máxima empresarial es la diversificación de la actividad y, sin embargo, en el caso de la agricultura africana los colonos adoptaron la tendencia contraria, seguramente con la convicción de que no serían ellos quienes sufrirían las consecuencias de un fracaso.
Antonio Santamaría ofrecía ayer el ejemplo más simple y más claro… Algunas poblaciones fueron desplazadas desde sus territorios tradicionales a otros ajenos. Sin entrar en cuestiones relacionadas con coacciones, con desalojos basados en la violencia u otras prácticas (que también se han producido), las consecuencias automáticas son graves. En estos desplazamientos algunos grupos humanos han pasado a lugares con presencia de mosca tse-tse teniendo que renunciar a sus actividades ganaderas, por ejemplo. Y ante climatologías y condiciones físicas diferentes, los conocimientos adquiridos (a lo largo de siglos de sacrificios y de ensayo-error) se hacen completamente inútiles. Todas estas modificaciones suponen un empobrecimiento de la población.
“El empobrecimiento individual, en términos generales, supone el subdesarrollo”, aseveró Santamaría. El profesor además sentenció: “Este es el proceso del inicio del subdesarrollo en África que coincide con el del crecimiento porque se produce más. Pero esa producción que se exporta no beneficia a los africanos porque se les destruye su organización social”.
Así de simple y así de crudo. Los desarrollados colonizadores enseñaron a los pobres africanos a destruir sus estructuras. Las veían como primitivas, puede ser, pero eran válidas. Eso sí, los grandes productores consiguieron su objetivo y, aún hoy, se siguen llevando la parte del pastel que, por cierto, no han cocinado.

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